Kilometraje

Anoche me soñé que le hacía un cartel a un amigo que no estaba tomando riesgos.

En el sueño la frase era clara: «Los carros que van a 60 kilómetros por hora no están hechos para ir a esa velocidad».

Cuando me desperté, el mensaje no era tan obvio y tuve que anotarlo para digerirlo. Es simple: la velocidad es algo que se impone, algo aprendido, algo establecido por la ley, por el entorno… por algo externo. En realidad, un carro puede ir muchísimo más rápido… está en su capacidad. No obstante, a veces parece que tenemos que ir a la velocidad de los demás para evitar accidentes, para no ser «multados», para no sobrepasar el límite impuesto. En la vida real, el «lento, pero seguro» puede ser una estrategia sabia… o una excusa para no hacer las cosas y arriesgarse.

En el sueño, el letrero que le hacía a mi amigo decía: «Deja la bobada de una vez y atrévete».

Dicen que la mayoría de las veces soñamos con nosotros, no con otros. Entonces no es un mensaje para él, es un mensaje para la parte de él que yo veo en mí. Es un mensaje para la Clara joven, pues es la primera palabra que se me ocurre para describir a mi amigo: ahora que eres joven, hay que atreverse.

¿Hasta cuándo voy a tener que postergar ese pendiente? ¿Hasta cuándo seguiré quejándome por no hacer lo que hace rato quiero hacer? ¿Cuántos letreros y vallas voy a tener que hacerme a mí misma a ver si un día lo entiendo?

Así como cuando Santos te da una lección…

Me ocurre, quizás con más frecuencia de la deseada, que me aburro fácilmente cuando no tengo resultados pronto, especialmente en el área laboral.

Digamos que esperar no es una de mis cualidades y a menudo, cuando me encuentro en situaciones en las que las cosas no avanzan, me canso y me voy.

He dejado trabajos, casi de la noche a la mañana, por esa misma causa: «aquí nada sale ya… y si sale, sale mal».

«¿Esto ayuda a alguien, aparte del dueño del aviso? La verdad es que no. Apague y vámonos».

En el trabajo actual estoy contenta, pero digamos que ayer recibí un pequeño recordatorio, para que no se me olvide que lo que hago, por pequeño que sea, puede hacer la diferencia.

El presidente de la República comenzó a hablar. No soy su fan, no me conoce, no lo conozco, no comparto muchas de sus estrategias, pero ayer me dio una lección en la distancia.

Apenas unas horas antes, me habían pedido que revisara unos fragmentos de un documento relacionado con la frontera agrícola, no todo y, por supuesto, no fui la única. Horas después, él lo presentaría como uno de los logros de su gobierno.

Yo no sé si eso sirva en el futuro. No lo sé, porque mi conocimiento frente al tema es limitado. Sin embargo, al mirar la transmisión de su presentación, apareció en la pantalla una foto tomada por uno de mis compañeros. ¡Qué orgullo!

Entonces entendí que lo que uno hace, ya sea barrer la puerta de su casa o dirigir un país, tiene implicaciones, tiene impacto.

Comprendí que, quizás por primera vez, había hecho algo concreto, chiquitito y anónimo, por mi país. ¡Qué alegría y qué bendición!

Estamos, casi siempre y aunque tal vez dudemos, en el lugar correcto.

¿La vida es sagrada?

¿Será verdad ese cuentico de que la vida es sagrada?

Juzgar es tan fácil. Tener miedo es tan fácil. Peor: vivir con miedo es tan fácil.

Esta semana, a raíz del debate en Argentina sobre el aborto, vi un par de páginas católicas en las que publicaban unos comentarios horribles… como si eso fuese lo que Yisus hubiera hecho o dicho.

Tal parece que la vida sí es sagrada, pero la de los que dicen tener la verdad. La vida es sagrada, pero pareciera que no la de las mujeres que han tenido que pasar por una situación de esas.

Tal parece que, en pleno siglo XXI, las elecciones no son sagradas ni respetadas, solo se juzga a la mujer y se le tilda de asesina… como si alguien pudiera tomar una decisión como esa muerto de risa.

No me malinterpreten, no es nada contra el catolicismo… yo misma comparto muchos de sus ideales, pero hay que reconocer que aún hay muchas cosas en que algunos humanos somos intransigentes y retrógrados.

¿De dónde viene esa necesidad de criticar a todo lo que no hace lo que yo haría, piensa como yo, tiene mis mismas preferencias sexuales o elige mi misma religión?

Sí, mi gente bella: la vida es sagrada. Es tan sagrada que no es para andar criticando la de los demás.

Si no le gusta el divorcio, no se divorcie. Si no le gusta el aborto, pues no aborte… Simple. Viva su vida, y evite el odio en las redes sociales y en su existencia terrenal.

Estoy segura de que Yisus debe estar con la mano en la frente y los ojos cerrados🤦🏻‍♂️, porque no entendimos nada como humanidad… Punto para Argentina.

El instante

¿Estamos en la era digital o en la del garrote?

Todo lo queremos fotografiar. Todo lo queremos registrar. Vamos a un concierto y no cerramos los ojos un segundo para que la música nos transporte. No. Queremos que quede el registro de que estuvimos allí y que lo vivimos.

¿Es esta tendencia nueva? ¿Es acaso culpa de la creciente ola tecnológica que nos bombardea a diario? ¿Es este el narcisismo del siglo XXI?

Tal vez. No obstante, me inclino a pensar que una gran parte de la culpa viene de la necesidad intrínseca de sobrevivir y perdurar. El ser humano desea, secreta o abiertamente, dejar un legado para que otros sepan que estuvo aquí. Se nos olvida que esta experiencia es efímera y que lo que hoy está vigente mañana será un periódico de ayer.

Otra de las causas de esta tendencia es la brecha generacional entre los que nunca lo habían vivido, los que nacieron con ello… y los que vivimos una infancia analógica y una adolescencia digital.

La generación que nunca lo había vivido —la generación de mis padres, tíos y abuelos— se acostumbró a atesorar las veinticuatro fotos del rollo, a no malgastarlas, a no desperdiciar los instantes, a aprovechar el jabón metiéndolo en una media. Nada se desperdiciaba. Es una generación para la que las llamadas eran importantes y se valoraba el tiempo ajeno. Se llamaba para saludar y para pedir favores. La gente iba al punto. Daba pena demorarse… y además costaba.

Mi generación, la del medio, aprendió a tener conversaciones de chat estúpidas del tipo:

—Hola.

—Hola.

—¿Qué más?

—Bien. ¿Y tú?

—Bien.

—Quiero contarte de un negocio.

Ya sabemos a dónde termina.

El narcisimo siempre ha existido, lo que pasa es que ahora cambió de medio.

Mi generación, por fortuna, vivió una infancia en la que los instantes se valoraban… en eso ganamos. Pero en la adolescencia también perdimos. Empezamos a propagar la cultura del «corta y pega», y a subrayar cada vez menos los libros.

En mi generación son cada vez más los instantes que se pierden. Esos momentos mágicos que quedaron en un VHS, esas canciones que grabamos en cassette… o, peor aún, esa melodía de cuya existencia ni estamos seguros porque no aparece en Youtube ni en Deezer. Uno es lo que uno vive y cómo lo recuerda.

Aquellos dopados digitales de ahora carecen de la tensión mínima que da valor a las cosas. No experimentan el susto rico de no saber si al malo de la serie lo matan o de si los ladrones se saldrán con la suya, no sé de qué manera disfrutan el instante… rara vez se sorprenden y casi nunca se inmutan.

—Ah, sí. Ya lo vi.

Todo es obvio.

Claro. Todo está en internet.

Pero hay algo que no está en internet: tu experiencia… tú en tu propio pellejo… tú y lo que se siente ser tú cuando hueles ese chorizo que te encanta… tú y los suspiros que salen de ti cuando vez a tu cantante favorito. Tal vez estén tus fotos, tus memes y tus dramas… pero tú no estás en internet.

Esto es lo que hay…

Hay gente que es como los gatos: siempre caen de pie…

A menudo pensamos que tenemos que decidir lo correcto siempre. Muchas veces creemos que la decisión correcta es aquella que la mayoría de gente cuerda tomaría… la opción más segura, la más lógica…

Aquella vez que decidí devolverme a mi país en vez de quedarme en el extranjero con un excelente salario… o cuando perdí un trabajo importante en otra ciudad y, como ya tenía los tiquetes, me fui de paseo sin plata… o cuando he comprado cosas por impulso… casi siempre que pienso que soy el colmo de la irresponsabilidad, adivinen, me va bien.

No sé si me va bien porque Dios cuida más a sus borrachitos, porque soy muy de buenas, porque le saco chiste a todo o porque definitivamente siempre hago lo que me da la gana. El caso: siempre caigo de pie como los gatos. Y casi siempre al «Tin, marín, de dó, pingué». Debe ser que me gusta la adrenalina, parce.

Siento que a veces se disfrutan más aquellas victorias que se acompañan de utopías. Los humanos anhelamos el momento de vencer lo imposible, el instante de la causalidad misma, el segundo en el que todo se detiene y las cosas resultan en un final inesperado. Claro, dejar que la vida lo sorprenda a uno no es lo mismo que permitir que se lo lleve a uno por delante, como un tren que atropella al pelotudo que se queda mirándolo venir —Tampoco—, pero sí mirar esas encrucijadas como oportunidades para una buena historia de la cual te reirás en el futuro.

Nada más triste que llegar a viejo sin tener nadita qué contar, qué oso que lo único que tengas que mostrarle a tus nietos sean las selfies que te tomaste en el baño… teniendo un mundo tan grande para conocer.

La autenticidad verdadera está en quitar algunos de los filtros a nuestras acciones y constructos mentales. Al que le guste la foto como es, pues que la acepte. Así soy, ¿y qué? Espacios para meterme en el papel que «debo ser» sí que sobran. Para ser seria existen las oficinas, las universidades, las ponencias (¿Quién se inventó las ponencias?), los hospitales (a los que iré cuando esté arrugadita), los ataúdes (en los que tarde o temprano acabaremos)… Pero esto es lo que hay: sabrosura, guachafita y chistes flojos.