¿Se va a morir Rubén?

Nadie se muere en la víspera… pero, ¿uno sí podrá estar preparado?

«Abel Antonio no muere todavía, Abel Antonio muere cuando Dios lo necesite».

Abel Antonio Villa

Anoche yo salí de cine decepcionada de la vida. Quizás es porque me gustó bastante la película —y no es sarcasmo, en serio me gustó— o porque tal vez le hice una lectura que no sé si otros le hicieron. Aquellos a los que les faltaron datos, los que necesitaban biografía… poco entendieron de la película. Esta no es una peli de su vida, como otros creen, esta es una señal muy clara de su muerte.

Rubén anoche nos lo dijo y no sé si aún somos capaces de digerirlo. Rubén se va a morir, se está muriendo.

Pura especulación mía, lo sé. En ninguna parte de la película lo dice. Yo solo lo sentí.

Rubén Blades nos gritó, desde la escena uno hasta la última, que se va a morir y necesita dejar todo ya en orden. Habla de la fatalidad como instrumento para hacer las cosas. Habla, sin decirlo, de que no quiere ser recordado como un tipo incoherente —porque además para nada lo es—, y nos pide además que recordemos que ya es inmortal.

Creo que uno, en la cúspide de su carrera, debe dejar registro de lo que hizo para que a alguien le sirva, así sea solo a uno y a su conciencia humana. Como dice, palabras más, palabras menos, Rubén… sin arrepentimientos, porque solo el que no ha vivido tiene de qué arrepentirse. El que no hizo lo que quiso tiene miedo a la muerte, porque sabe que la hora llega y nunca terminó ni la mitad de la tarea.

Decía Gabo, en 1996,  después de que le diagnosticaran cáncer: «Por el temor de no tener tiempo para terminar los tres tomos de mis memorias y dos libros de cuentos que tenía a medias, reduje al mínimo las relaciones con mis amigos, desconecté el teléfono, cancelé los viajes y toda clase de compromisos pendientes y futuros, y me encerré a escribir todos los días sin interrupción desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde».

Y es que una autobiografía es un regalo al mundo… pero sobretodo es un regalo a uno porque le permite recordar que no lo hizo del todo mal. Y no es para limpiarse la conciencia, se los aseguro, ese no es ni de lejos el caso de Rubén y menos el de Gabo; es para que los otros superen pronto la idea de su muerte, porque en realidad el alma es inmortal, así como una vida bien vivida.

Los grandes de los grandes empacan la maleta, son precavidos. Gabo empezó a empacarla con Vivir para contarla (2002) y luego recontando una historia ajena que siempre quiso contar, a su manera: Memoria de mis putas tristes (2004). Eso es como grabar una canción que no es de uno, pero a la que ha amado siempre en el silencio. Pregúntenle a Bunbury qué habrá sentido al hacer su versión de Aunque no sea conmigo.

Por cierto, siempre he pensado que la mejor novela de Gabo no es ninguna de sus novelas (What?) , sino su autobiografía [Entre otras cosas, porque Vivir para contarla no es solo una historia, es una declaración, es un propósito de vida, es el resumen en una línea de lo que vino a hacer ese man aquí en la Tierra]. Y la razón es que nadie —salvo él mismo— podría decir que los sucesos fantásticos que cuenta no son completamente ciertos. Si algo nos enseñó Gabito en ese largo cuento, porque eso es, es que después de cierto tiempo los recuerdos se vuelven tan difusos que uno tiene que traslaparlos con la fantasía… y que la realidad supera la ficción. Los testigos ven la casualidad como algo que les pasa por el frente. A Gabo la casualidad lo atropellaba.

Y así.

Cuando se aseguró de que todos lo teníamos claro, Gabo se fue, podría decirse, en paz. Esto es propio de alguien próximo a la inmortalidad, que sabe que después de su muerte la gente hablará bien y mal de él, y no estará presente para defenderse… o corroborar sus pilatunas.

Sé que la fatalidad y el morir joven son algunas de las cosas que caracterizan a muchos de los grandes. Y también sé que todos nos vamos a morir, pero no encuentro aún la forma de procesar esta idea con Rubén.

En fin. Tengo la sensación de que anoche asistimos, de manera colectiva y hasta inesperada, a un funeral adelantado. Ojalá me equivoque. Ojalá sea yo la fatalista. Ojalá no sea cáncer. Ojalá.

Kilometraje

Anoche me soñé que le hacía un cartel a un amigo que no estaba tomando riesgos.

En el sueño la frase era clara: «Los carros que van a 60 kilómetros por hora no están hechos para ir a esa velocidad».

Cuando me desperté, el mensaje no era tan obvio y tuve que anotarlo para digerirlo. Es simple: la velocidad es algo que se impone, algo aprendido, algo establecido por la ley, por el entorno… por algo externo. En realidad, un carro puede ir muchísimo más rápido… está en su capacidad. No obstante, a veces parece que tenemos que ir a la velocidad de los demás para evitar accidentes, para no ser «multados», para no sobrepasar el límite impuesto. En la vida real, el «lento, pero seguro» puede ser una estrategia sabia… o una excusa para no hacer las cosas y arriesgarse.

En el sueño, el letrero que le hacía a mi amigo decía: «Deja la bobada de una vez y atrévete».

Dicen que la mayoría de las veces soñamos con nosotros, no con otros. Entonces no es un mensaje para él, es un mensaje para la parte de él que yo veo en mí. Es un mensaje para la Clara joven, pues es la primera palabra que se me ocurre para describir a mi amigo: ahora que eres joven, hay que atreverse.

¿Hasta cuándo voy a tener que postergar ese pendiente? ¿Hasta cuándo seguiré quejándome por no hacer lo que hace rato quiero hacer? ¿Cuántos letreros y vallas voy a tener que hacerme a mí misma a ver si un día lo entiendo?

Así como cuando Santos te da una lección…

Me ocurre, quizás con más frecuencia de la deseada, que me aburro fácilmente cuando no tengo resultados pronto, especialmente en el área laboral.

Digamos que esperar no es una de mis cualidades y a menudo, cuando me encuentro en situaciones en las que las cosas no avanzan, me canso y me voy.

He dejado trabajos, casi de la noche a la mañana, por esa misma causa: «aquí nada sale ya… y si sale, sale mal».

«¿Esto ayuda a alguien, aparte del dueño del aviso? La verdad es que no. Apague y vámonos».

En el trabajo actual estoy contenta, pero digamos que ayer recibí un pequeño recordatorio, para que no se me olvide que lo que hago, por pequeño que sea, puede hacer la diferencia.

El presidente de la República comenzó a hablar. No soy su fan, no me conoce, no lo conozco, no comparto muchas de sus estrategias, pero ayer me dio una lección en la distancia.

Apenas unas horas antes, me habían pedido que revisara unos fragmentos de un documento relacionado con la frontera agrícola, no todo y, por supuesto, no fui la única. Horas después, él lo presentaría como uno de los logros de su gobierno.

Yo no sé si eso sirva en el futuro. No lo sé, porque mi conocimiento frente al tema es limitado. Sin embargo, al mirar la transmisión de su presentación, apareció en la pantalla una foto tomada por uno de mis compañeros. ¡Qué orgullo!

Entonces entendí que lo que uno hace, ya sea barrer la puerta de su casa o dirigir un país, tiene implicaciones, tiene impacto.

Comprendí que, quizás por primera vez, había hecho algo concreto, chiquitito y anónimo, por mi país. ¡Qué alegría y qué bendición!

Estamos, casi siempre y aunque tal vez dudemos, en el lugar correcto.

¿La vida es sagrada?

¿Será verdad ese cuentico de que la vida es sagrada?

Juzgar es tan fácil. Tener miedo es tan fácil. Peor: vivir con miedo es tan fácil.

Esta semana, a raíz del debate en Argentina sobre el aborto, vi un par de páginas católicas en las que publicaban unos comentarios horribles… como si eso fuese lo que Yisus hubiera hecho o dicho.

Tal parece que la vida sí es sagrada, pero la de los que dicen tener la verdad. La vida es sagrada, pero pareciera que no la de las mujeres que han tenido que pasar por una situación de esas.

Tal parece que, en pleno siglo XXI, las elecciones no son sagradas ni respetadas, solo se juzga a la mujer y se le tilda de asesina… como si alguien pudiera tomar una decisión como esa muerto de risa.

No me malinterpreten, no es nada contra el catolicismo… yo misma comparto muchos de sus ideales, pero hay que reconocer que aún hay muchas cosas en que algunos humanos somos intransigentes y retrógrados.

¿De dónde viene esa necesidad de criticar a todo lo que no hace lo que yo haría, piensa como yo, tiene mis mismas preferencias sexuales o elige mi misma religión?

Sí, mi gente bella: la vida es sagrada. Es tan sagrada que no es para andar criticando la de los demás.

Si no le gusta el divorcio, no se divorcie. Si no le gusta el aborto, pues no aborte… Simple. Viva su vida, y evite el odio en las redes sociales y en su existencia terrenal.

Estoy segura de que Yisus debe estar con la mano en la frente y los ojos cerrados🤦🏻‍♂️, porque no entendimos nada como humanidad… Punto para Argentina.

El instante

¿Estamos en la era digital o en la del garrote?

Todo lo queremos fotografiar. Todo lo queremos registrar. Vamos a un concierto y no cerramos los ojos un segundo para que la música nos transporte. No. Queremos que quede el registro de que estuvimos allí y que lo vivimos.

¿Es esta tendencia nueva? ¿Es acaso culpa de la creciente ola tecnológica que nos bombardea a diario? ¿Es este el narcisismo del siglo XXI?

Tal vez. No obstante, me inclino a pensar que una gran parte de la culpa viene de la necesidad intrínseca de sobrevivir y perdurar. El ser humano desea, secreta o abiertamente, dejar un legado para que otros sepan que estuvo aquí. Se nos olvida que esta experiencia es efímera y que lo que hoy está vigente mañana será un periódico de ayer.

Otra de las causas de esta tendencia es la brecha generacional entre los que nunca lo habían vivido, los que nacieron con ello… y los que vivimos una infancia analógica y una adolescencia digital.

La generación que nunca lo había vivido —la generación de mis padres, tíos y abuelos— se acostumbró a atesorar las veinticuatro fotos del rollo, a no malgastarlas, a no desperdiciar los instantes, a aprovechar el jabón metiéndolo en una media. Nada se desperdiciaba. Es una generación para la que las llamadas eran importantes y se valoraba el tiempo ajeno. Se llamaba para saludar y para pedir favores. La gente iba al punto. Daba pena demorarse… y además costaba.

Mi generación, la del medio, aprendió a tener conversaciones de chat estúpidas del tipo:

—Hola.

—Hola.

—¿Qué más?

—Bien. ¿Y tú?

—Bien.

—Quiero contarte de un negocio.

Ya sabemos a dónde termina.

El narcisimo siempre ha existido, lo que pasa es que ahora cambió de medio.

Mi generación, por fortuna, vivió una infancia en la que los instantes se valoraban… en eso ganamos. Pero en la adolescencia también perdimos. Empezamos a propagar la cultura del «corta y pega», y a subrayar cada vez menos los libros.

En mi generación son cada vez más los instantes que se pierden. Esos momentos mágicos que quedaron en un VHS, esas canciones que grabamos en cassette… o, peor aún, esa melodía de cuya existencia ni estamos seguros porque no aparece en Youtube ni en Deezer. Uno es lo que uno vive y cómo lo recuerda.

Aquellos dopados digitales de ahora carecen de la tensión mínima que da valor a las cosas. No experimentan el susto rico de no saber si al malo de la serie lo matan o de si los ladrones se saldrán con la suya, no sé de qué manera disfrutan el instante… rara vez se sorprenden y casi nunca se inmutan.

—Ah, sí. Ya lo vi.

Todo es obvio.

Claro. Todo está en internet.

Pero hay algo que no está en internet: tu experiencia… tú en tu propio pellejo… tú y lo que se siente ser tú cuando hueles ese chorizo que te encanta… tú y los suspiros que salen de ti cuando vez a tu cantante favorito. Tal vez estén tus fotos, tus memes y tus dramas… pero tú no estás en internet.

Esto es lo que hay…

Hay gente que es como los gatos: siempre caen de pie…

A menudo pensamos que tenemos que decidir lo correcto siempre. Muchas veces creemos que la decisión correcta es aquella que la mayoría de gente cuerda tomaría… la opción más segura, la más lógica…

Aquella vez que decidí devolverme a mi país en vez de quedarme en el extranjero con un excelente salario… o cuando perdí un trabajo importante en otra ciudad y, como ya tenía los tiquetes, me fui de paseo sin plata… o cuando he comprado cosas por impulso… casi siempre que pienso que soy el colmo de la irresponsabilidad, adivinen, me va bien.

No sé si me va bien porque Dios cuida más a sus borrachitos, porque soy muy de buenas, porque le saco chiste a todo o porque definitivamente siempre hago lo que me da la gana. El caso: siempre caigo de pie como los gatos. Y casi siempre al «Tin, marín, de dó, pingué». Debe ser que me gusta la adrenalina, parce.

Siento que a veces se disfrutan más aquellas victorias que se acompañan de utopías. Los humanos anhelamos el momento de vencer lo imposible, el instante de la causalidad misma, el segundo en el que todo se detiene y las cosas resultan en un final inesperado. Claro, dejar que la vida lo sorprenda a uno no es lo mismo que permitir que se lo lleve a uno por delante, como un tren que atropella al pelotudo que se queda mirándolo venir —Tampoco—, pero sí mirar esas encrucijadas como oportunidades para una buena historia de la cual te reirás en el futuro.

Nada más triste que llegar a viejo sin tener nadita qué contar, qué oso que lo único que tengas que mostrarle a tus nietos sean las selfies que te tomaste en el baño… teniendo un mundo tan grande para conocer.

La autenticidad verdadera está en quitar algunos de los filtros a nuestras acciones y constructos mentales. Al que le guste la foto como es, pues que la acepte. Así soy, ¿y qué? Espacios para meterme en el papel que «debo ser» sí que sobran. Para ser seria existen las oficinas, las universidades, las ponencias (¿Quién se inventó las ponencias?), los hospitales (a los que iré cuando esté arrugadita), los ataúdes (en los que tarde o temprano acabaremos)… Pero esto es lo que hay: sabrosura, guachafita y chistes flojos.

Té para uno

Ignoro cómo se bebe el té en el Reino Unido o en Japón, lo cierto es que…

Hace unos días tenía ganas de un té, pero me poseía mi ya conocido y bienamado espíritu de la pereza. Así que, para evitar tener que pararme innecesariamente de mi escritorio, cometí la equivocación de buscar un cronómetro virtual con las palabras «online tea timer», en vez de solamente «online timer».

Para mi sorpresa, al parecer hay varias páginas de cronómetros según el tipo de té. Según lo que vi, del tiempo que uno debe dejar reposar la bolsita de té, depende que el sabor «se expanda» o «se contraiga»… se concentre en mayor o menor medida… que florezca.

Se me ocurre que el mismo principio aplica para todo. Si uno va por la vida corriendo para tomarse el té de afán, quizás no le dé tiempo para que el aroma y el sabor se asienten. Si va demasiado relajado, cuando menos piensa, las cosas se ponen intensas.

Ignoro cómo se bebe en el Reino Unido, en la India o en Japón ─supongo que debe ser toda una ceremonia─, y tampoco sé si lo más correcto es retirar la bolsita, porque según leí hay toda una discusión entre dejarla o no… el hecho es que, como en la maduración de los quesos o los vinos: siempre hay un tiempo adecuado.

No vale la pena apresurar los procesos, ni los amargos, ni los dulces. Habrán sabores que anhelemos volver a sentir, y otros que no desearemos probar nunca más. Habrán tazas de té que beberemos con ansias, y otras que jamás terminaremos. Habrán bolsitas que reutilizaremos y tazas sin terminar que lavaremos… todo en un ciclo interminable de experiencias… todo en un instante efímero que conocemos como vida: un vapor cálido y volátil que se escapa rozándonos los dedos.

¿Estamos preparados para la grandeza de las pequeñas cosas?

No puedo asegurar que Dios existe, pero…

No puedo asegurar que Dios existe, mas al mirar tus ojos, me lo creo.

Ha sido una semana emocionalmente compleja, en la que he discutido mentalmente sobre las injusticias. Es difícil tratar de no meter a Dios cuando uno observa situaciones que parecen injustas y sin el más mínimo sentido. Hay semanas en que la razón, la fe, la duda y el corazón van por caminos diferentes. Semanas como esta. Hasta que dejo de preguntarme tanto y empiezo a observar más. Entonces aparece el milagro:
-El primer sorbo de una taza caliente de té, con un aroma a mango fresco que me envuelve.
-El atardecer de tintes rojos y azules de una de estas tardes bogotanas.
-Ver el esplendor y la fuerza del mar debajo de un muelle… aunque solo fuese en internet.
-Saborear el postre de guanábana con que venía el almuerzo.
[Pausa]
Tal vez Dios no está arriba sentado en un trono mirando cómo nos matamos los unos a los otros o viendo en silencio cómo le rezamos. No. Tal vez Dios es una sensación y no un concepto.
[Pausa para cambiar el paradigma]
[Reemplacemos la palabra “Dios” y refirámonos entonces a “lo divino”]
Volvamos al segundo sorbo de té caliente: Tal vez aquello que es divino se devele en pequeños instantes al poner atención. Tal vez Dios no es algo externo sino la capacidad de percibir lo divino con nuestros sentidos.
—¿Y si entonces nuestros sentidos nos engañan?
—Entonces, qué bello engaño.
—Pero el filósofo anhela la verdad.
—Y también lo hace el hedonista, a su manera: Lo que para él es placentero es cierto, así sea un engaño. Todos de alguna forma caminamos en el salón de los espejos.
Así que nadie se pondrá de acuerdo, por eso el concepto de la divinidad es tan polémico y genera tanto recelo. No sé si estemos preparados para la grandeza. Nos han enseñado a confundir la humildad con la falsa modestia. Hemos crecido sintiendo pena por pedir de más. En realidad lo grande solo se ve en retrospectiva… por eso dicen que “el que no ha visto a Dios, cuando lo ve se asusta”. En el instante presente, las cosas verdaderamente grandes e importantes son dadas por obvias.
De ahí que captar la señal de lo maravilloso justo en el segundo en el que ocurre, es mágico. Quien haya perdido el instante de un gesto perfecto al tomar una fotografía me comprenderá. Quien haya bajado la mirada en el instante del gol, me comprenderá. En lo fugaz de la vida, ahí está Dios… en el segundo perfecto, conectado y en sintonía, en la misma vibración que lo sublime, en lo que te deja sin aliento, lo que te pasma, lo que te maravilla, lo que te sorprende gratamente… la grandeza está en un instante pequeño con la chispa de Dios.

Eso: la decadencia de lo humano

«Definitivamente, no es humano», pensé. Entonces, ¿cómo sabemos qué lo es?

—¿Ustedes cómo ven a ese personaje?, preguntó alguien ayer en el club de lectura. Se refería claramente a Jean Baptiste Grenouille, protagonista de la novela El perfume: historia de un asesino.

«Definitivamente, no es humano», pensé. «Quizás tenga apariencia humana, pero en el mundo ficcional, y quizás más frecuentemente en la realidad, las apariencias nos engañan una y otra vez: por desgracia, no todo lo que parece humano resulta serlo».

¿Entonces cómo podemos definir a una criatura que se ve como humano, habla como humano, pero que carece de todo rasgo de humanidad? ¿Es acaso un robot? ¿Es tal vez un animal? ¿Es quizás un Meursault, protagonista de la novela El extranjero?

No. El robot tiene reglas, reglas instituidas por el humano y cuyo único fin es proteger a otros humanos. El animal tiene instinto. Si se comporta según unas reglas que no corresponden a las nuestras, esto solo puede deberse a su naturaleza, mas no al deseo en sí de hacer daño… hasta donde sabemos. ¿Y un hombre indiferente por excelencia como Meursault? Jamás. ¿Un hombre que no llora ni en el funeral de la mamá? De nuevo la ficción… No significa que no sufra.

¿Entonces qué nos diferencia de todo lo que no es humano?

¿Es acaso la risa… el llanto… la sensibilidad… la capacidad de maravillarnos por el entorno… el poder de creación que cada uno lleva dentro?

Grenouille jamás reía… y creo que tampoco lloraba. No obstante, tenía plena de su poder creador porque buscaba el grial de los perfumes, era sensible ante ellos… pero su objetivo no era desarrollarse como humano por medio de su creación. Todo lo contrario, su motivación era la búsqueda de la grandeza por sí misma. Ser grande, ser adorado, ser idolatrado… ¿ser amado?

Quizás, eso es lo que nos hace perder la humanidad. No solo es el deseo de obtener las cosas pasando por encima del que sea, sino que como consecuencia de todos nuestros actos aquella sensibilidad que nos caracteriza, se esfuma ante el dolor ajeno. La usamos para compadecernos de nosotros mismos… para crear una belleza suprema que no nos pertenece, para sentirnos mucho más que los demás, únicos dioses y dadores de vida, sin los cuales el universo no podría funcionar.

¿Habría cambiado el personaje si alguien le hubiese mostrado el mínimo de humanidad que nunca recibió ni aún en el vientre de su madre? Lo ignoro. ¿Cómo juzgarlo si es que no puede dar de lo que nunca recibió? ¿Cómo no repudiar sus actos infames?

Vamos de la ficción a la realidad. En tiempos de paz y de reconciliación, ¿seremos capaces de perdonar al individuo y repudiar sus acciones?